21 abr 2010

CLÍTORIS (en toda inocencia)

Ventana de la mar para la tempestad y sus olas
Sol de la almendra para el dardo y sus trompetas
Luna del crepúsculo para lo lascivo y sus caprichos
Carne del impudor para el deseo y sus tumultos
Concubina del pubis para el macho y sus males
Pimentero de la fusión para la alcoba y sus tigresas
Armonía de la verticalidad para el carnívoro y sus chupetones
Estampilla de lefa para el creador y sus alucinaciones
Joya del orgasmo para flauta y sus dedos
Pleno de existencia para la intimidad y sus ritos
Taller del amor para el martirio y sus brasas
Corazón del espasmo para la eyaculación y la lamida
Flor del furor para el sádico y sus mordiscos
Molino de delicias para la pistola y sus tiros
Margarita de Eros para el libidinoso y sus fervores
Nicho de enigma para la penetración y sus rayos
Ciprina de adoración para el tallo y sus carnavales
Botón de ligue para el priapo y sus caprichos
Rosa de besos para el adorador y sus puros
Calibistri de locura para el bullicio y sus dilecciones
Concha de seducción para lo precioso y sus himeneos
Escudo de delirio para el ruiseñor y sus caprichos.
Copete de ardor para la fantasía y sus nudos
Mandolina de calor para la flecha y sus intrigas
Fresa de diluvio para el delirium y sus tremens
Nido de culto para el marqués y sus ataduras
Cajón de erección para el clavicordio y sus pasiones
Mechón de embrujo para la daga y sus toques.
Tesoro de fiebre para el falo y sus quemaduras
Cetro de la llama para la ceremonia y sus frenesíes.

15 abr 2010

3.

Esta noche recogeremos las velas
vigía, limpia tu lente, y ojo avizor.
Atento al sonido de las esquelas que
deja la aurora frente al espolón.

2.

Amanda Gris me lo advirtió, pero no supe escucharla. O quizás no quise hacerlo. Bajo su jersey, de un verde apagado y fino, se adivinaban sus pequeños pechos de niña púber, que encendían mi imaginación.
Tras el almuerzo, recostada en el sofá, comenzó a relatarme sus fallidos intentos de suicidio con aquella la voz labrada a base de cajetillas y cajetillas de rubio. Y era extraño, no había en su canción triste ninguna frase que me sonara ajena. Creo que, al fin y al cabo, excepcional es el hombre que nunca se ha preguntado por el sentido de su vida. Así que puede que no fuera tan estrambótica esa familiaridad.
- ¿Quieres un cigarrillo? – me dijo.
Lo rechacé. Y acto seguido ella se incorporó, y se alejó dando pequeños pasitos por el pasillo, camino de mi habitación. Tras unos segundos de silencio, oí las puertas de un armario chirriar abriéndose, y la agitación de quien mueve y juguetea con las perchas. Los pasos volvieron a escucharse, cada vez más cercanos, hasta que asomó por la puerta y se quedó apoyada en el marco.
- ¿Qué te parece? – preguntó, entre pícara y temerosa.
Llevaba puesta una camiseta vieja, grisácea, enorme, con el logotipo de un bar que ya ni siquiera existía, unos calcetines blancos con dos franjas, una roja y otra azul, y las piernas desnudas. Supongo que mi mirada lo dijo todo, porque Amanda sonrió y se sintió con fuerzas para pasar al salón. Se sentó sobre el parqué, apoyada sobre sus gemelos, frente a mí.
Le pasé un vaso de lambrusco, y cogí otro para mí. Ciertamente su presencia me turbaba, siempre había sido muy torpe con las mujeres, pero es que su aparente inocencia, su actitud casi pueril… eran hirientes. Y en ese instante experimenté una suerte de masoquismo que me hacía sentir un puñal subliminal tras cada uno de sus gestos. ¿Cuántos años tendría Amanda en realidad? Jamás lo llegué a saber, pero juraría que no alcanzaba la mayoría de edad. Es más: Juraría que ni siquiera se acercaba. Tampoco es que yo fuera un vejete sobreexcitado, era un chico de diecinueve años, no lo veía como algo incorrecto…
Sea como fuere, acabó el vaso de un solo trago, y me miró con los ojos brillantes y la sonrisa de oreja a oreja.
- Cuéntame un cuento, por favor. – Me dijo sin esperar de mí una confirmación, segura de que accedería a su deseo.

1.

Quise señalarme como puerto franco ante todos los barcos de bandera dudosa. Puerto de bandera cristalina,

jamás dudosa,

siempre dubitativa.

Llegó un barco arrastrado por la corriente, y lanzó sus dos arpones, anclándose a mi carne, desgarrándome las penas y doliéndome los recuerdos.


Dejó en mi pecho cinco surcos rojizos que jamás podré borrar. No eran sus dedos.


No eran sus dedos.


Eran sílabas.


Y mis dedos trataban de librarse de los garfios, que tiraban de mi desnudez cuando ella al final quiso zarpar y alejarse.


Uno rompió mi cuerpo, y el otro rompió mi alma.


Desangrado ya, no me quedaba más que agua salada en la boca y dos ojos azules

como el mar cuando anda

cercano a la costa.

La mirada borrosa. El cuello partido. Cien mil doscientos sueños,

una camisa con seis botones.

Una maleta vacía

y diez pequeños punzones.


Pero yo mismo nunca podré ser un océano, ni un cielo abierto, ni el reflejo del cielo en el océano, ni la línea del horizonte. Son incontables. Yo soy uno.

Joven y pequeño.


Nunca supe qué decir cuando me preguntaban qué quería ser de mayor. Nunca quise ser mayor. Es más, nunca quise ser, y tampoco quise no ser…

Quiero querer. Y querer querer querer.

Y saber que tú quieres.

Solo quiero eso.

Solo a ti.