15 abr 2010

2.

Amanda Gris me lo advirtió, pero no supe escucharla. O quizás no quise hacerlo. Bajo su jersey, de un verde apagado y fino, se adivinaban sus pequeños pechos de niña púber, que encendían mi imaginación.
Tras el almuerzo, recostada en el sofá, comenzó a relatarme sus fallidos intentos de suicidio con aquella la voz labrada a base de cajetillas y cajetillas de rubio. Y era extraño, no había en su canción triste ninguna frase que me sonara ajena. Creo que, al fin y al cabo, excepcional es el hombre que nunca se ha preguntado por el sentido de su vida. Así que puede que no fuera tan estrambótica esa familiaridad.
- ¿Quieres un cigarrillo? – me dijo.
Lo rechacé. Y acto seguido ella se incorporó, y se alejó dando pequeños pasitos por el pasillo, camino de mi habitación. Tras unos segundos de silencio, oí las puertas de un armario chirriar abriéndose, y la agitación de quien mueve y juguetea con las perchas. Los pasos volvieron a escucharse, cada vez más cercanos, hasta que asomó por la puerta y se quedó apoyada en el marco.
- ¿Qué te parece? – preguntó, entre pícara y temerosa.
Llevaba puesta una camiseta vieja, grisácea, enorme, con el logotipo de un bar que ya ni siquiera existía, unos calcetines blancos con dos franjas, una roja y otra azul, y las piernas desnudas. Supongo que mi mirada lo dijo todo, porque Amanda sonrió y se sintió con fuerzas para pasar al salón. Se sentó sobre el parqué, apoyada sobre sus gemelos, frente a mí.
Le pasé un vaso de lambrusco, y cogí otro para mí. Ciertamente su presencia me turbaba, siempre había sido muy torpe con las mujeres, pero es que su aparente inocencia, su actitud casi pueril… eran hirientes. Y en ese instante experimenté una suerte de masoquismo que me hacía sentir un puñal subliminal tras cada uno de sus gestos. ¿Cuántos años tendría Amanda en realidad? Jamás lo llegué a saber, pero juraría que no alcanzaba la mayoría de edad. Es más: Juraría que ni siquiera se acercaba. Tampoco es que yo fuera un vejete sobreexcitado, era un chico de diecinueve años, no lo veía como algo incorrecto…
Sea como fuere, acabó el vaso de un solo trago, y me miró con los ojos brillantes y la sonrisa de oreja a oreja.
- Cuéntame un cuento, por favor. – Me dijo sin esperar de mí una confirmación, segura de que accedería a su deseo.

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